GRACIA Y SALVACION- S. Metropolitan Philaret (Voznesensky)

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Priest Siluan
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GRACIA Y SALVACION- S. Metropolitan Philaret (Voznesensky)

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GRACIA Y SALVACION

Santo Metropolitan Philaret (Voznesensky)

(Extraido del Libro La "Ley de Dios")

Hablando acerca de lo verdaderamente bueno, la actividad Cristiana, nuestro Señor Cristo Jesús dijo: “Sin MI, nada podéis hacer.” Por lo tanto, cuando consideramos el asunto de la salva-ción, el Cristiano Ortodoxo debe recordar que el principio de esa vida verdaderamente Cristiana que nos salva, viene solamente de Cristo el Salvador, y que nos es dada en el Misterio del Bau-tismo.
En Su conversación con Nicodemus acerca de cómo se entra en el Reino de Dios, nuestro Salvador replicó: “En verdad te digo que si no se nace de nuevo, no se entra en el Reino de Dios.” Más adelante aclara esta frase: “A menos de nacer del agua y del Espíritu, nadie puede entrar en el Reino de Dios” (Juan 3:34). Por consiguiente, el Bautismo es esa puerta por la cual solamente podemos entrar en la Iglesia de los que se salvan. Pues solamente los que tengan fe y sean bautizados serán salvados. (Marcos 16:16).
El Bautismo borra la corrupción del 'pecado ancestral,' y borra la culpa de todos los pecados cometidos anteriormente por el que es bautizado. Sin embargo, las semillas de pecado — hábitos pecadores y los deseos hacia el pecado permanecen en nosotros y son vencidos por la lucha mo-ral durante toda la vida (los esfuerzos del ser humano en cooperación con la Gracia de Dios). Pues, como ya sabemos, el Reino de Dios se conquista por el esfuerzo, y solamente aquéllos que se esfuerzan, lo consiguen. Otros Misterios (o Sacramentos) de la Iglesia: el arrepentimiento, la Santa Comunión, la Unción y varias oraciones y servicios divinos, son momentos y medios de la consagración de un Cristiano. Un Cristiano recibe la Divina Gracia en ellos, de acuerdo con la medida de su Fe, lo cual facilita su salvación. Sin esta Gracia, de acuerdo con la enseñanza apos-tólica, no solamente no podemos hacer el bien, sino incluso no podemos desear hacerlo (Filipen-ses 2:13).
No obstante, si la ayuda de la Gracia de Dios tiene tan inmenso significado en el asunto de nuestra salvación, entonces ¿qué significan nuestros esfuerzos personales? ¿Acaso todo el asunto de la salvación es hecho para nosotros por Dios y nosotros solamente hemos de sentarnos con los brazos cruzados, esperando la misericordia de Dios? En la historia de la Iglesia, esta cuestión fue establecida clara y decisivamente en el siglo quinto. Un monje recto e instruido, Pelagio, comen-zó a enseñar que el hombre se salva por si mismo, por su propia fuerza, sin la Gracia de Dios. Desarrollando su idea, finalmente llegó a un punto en el cual, en esencia, comenzó a negar la ne-cesidad misma de redención y salvación en Cristo. El eminente maestro Agustín (de Hipona) se presentó resueltamente contra esta enseñanza, y demostró la necesidad de la Gracia de Dios para la salvación. Sin embargo, al refutar a Pelagio, Agustín cayó en el extremo opuesto. De acuerdo con su enseñanza, todo en el asunto de la salvación es hecho por la Gracia de Dios para el hom-bre, y el hombre tiene solamente que aceptar esta salvación con gratitud.
Como de costumbre, la verdad se halla entre estos dos extremos. Fue expresada en el siglo quinto por el justo asceta San Juan Cassiano, cuya explicación se llama “sinergismo” (coopera-ción). De acuerdo con esta enseñanza, el hombre es salvado solamente en Cristo, y la Gracia de Dios es la fuerza agente principal en esta salvación. No obstante, junto a la acción de la Gracia de Dios para la salvación, los esfuerzos personales solos son insuficientes para su salvación, pero son necesarios, pues sin ellos la Gracia de Dios no comenzará a ejecutar el asunto de su salva-ción.
Así, pues, la salvación del hombre es ejecutada simultáneamente por la acción de la Gracia Salvadora de Dios, y por los esfuerzos personales del mismo hombre. De acuerdo con la profun-da expresión de algunos Padres de la Iglesia, Dios creó al hombre sin la participación del hombre mismo, pero El no le salva, sin su consentimiento y deseo, pues le creó libre. El hombre es libre de escoger entre el bien y el mal, salvación o ruina y Dios no le obstruye su libertad, aunque constantemente le anima hacia la salvación.

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